Voces en un jardín

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Mientras intentaba sanear algo un jazmín que se ha desmelenado estos meses oía en la casa contigua la melopea de llantos, alaridos y berrinches de los últimos días, ya algo apaciguada, aunque las pobres maestras estén afónicas llamando al orden, impartiendo consuelos, cantando canciones mientras intentan que la confusión de los niños plañideros se ordene en un corro. Hay uno que debe de ser un pinta, porque su nombre es el que más oigo: “¡Pepe!” Pepe por aquí y Pepe por allá. Pepe que no se calla o que no obedece o que le tira del pelo a alguien. Un niño que en estos tiempos de alejandros y sergios y arones se llama Pepe, sin más,  ya tiene mucho ganado, como una promesa de porvenir inconfundible.

Cuidando plantas y escuchando voces y cantares de niños se van las horas en un ensimismamiento que lo apacigua y lo fortalece a uno. Cómo me gusta el sinsentido burlón de las canciones infantiles antiguas, esa poesía de la máxima sencillez irónica que sedujo lo mismo a García Lorca que a Emily Dickinson.

El patio de mi casa
es particular.
Cuando llueve se moja
como los demás.

Chocolate
molinillo
corre corre
que te pillo.

A estirar, a estirar
que el demonio va a pasar.

Las voces infantiles suenan exactamente igual que hace cincuenta o veinte o diez años, detrás de un muro de jardín, verde de hiedra, de glicinia y bambú, en un tiempo estático que es el de la niñez.